no la puede sufrir mi corazón:
da un dolor de hermosura irresistible,
un miedo profundísimo de Dios.
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Ven a partir conmigo lo que siento,
esto que abrumador desborda en mí:
ven a hacerme finito lo infinito
y a encarnar el angélico festín.
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¡Mira ese cielo!... Es demasiado cielo
para el ojo insecto de un mortal;
refléjame en tus ojos un fragmento
que yo alcance a medir y a sondear.
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Un cielo que responda a mi delirio
sin hacerme sentir mi pequeñez;
un cielo mío, que me esté mirando,
y que tan sólo a mí mirando esté.
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Esas estrellas..., ¡ay, brillan tan lejos!
Con tu pupilas tráemelas aquí
donde yo pueda en mi avidez tocarlas
y aspirar su seráfico elixir.
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Hay un silencio en esta inmensa noche
que no es silencio; es un místico disfraz
de un concierto inmortal. Por escucharlo
mudo como la muerte el orbe está.
Déjame oírlo, enamorada mía,
a través de tu ardiente corazón;
sólo el amor transporta a nuestro mundo
las notas de la música de Dios.
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Te abrazaré, como a la tierra el cielo,
en consorcio sagrado; oirás de mí
lo que oídos mortales nunca oyeron,
lo que habla el serafín al serafín,
y entonces esta angustia de hermosura,
este miedo de Dios que al hombre da
el sentirse tan cerca, tendrá un nombre,
y eterno entre los dos: ¡felicidad!.
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